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dimarts, 26 de març del 2013

Luis (1a Parte)


      - Una ayudita, por favor. – suplicaba un hombre tirado en el suelo.
Había muchos como él en la calle. Todos pedían un poco de dinero para poder comer algo aquella noche. Ninguno había vivido siempre así, pero todos habían llegado al mismo punto en sus vidas. Todos tenían mejores épocas que recordar y soñaban poder dejar atrás esa pesadilla en la que vivían.

Hacía ya diez años de aquella mañana soleada. La primavera estaba en todo su esplendor. Luis se levantó, como cada mañana, para ir al trabajo. Su piso era pequeño y frío. Las paredes no estaban decoradas y ningún mueble conjuntaba con el otro. Vivía solo y su única compañía era su queridísimo perro, Trueno. Lo había comprado cuando tan solo era un cachorro y desde entonces se había convertido en su fiel compañero. Se frotó los ojos con los puños y, somnoliento, se metió en la ducha. Su vida era monótona y rutinaria. Siempre hacía lo mismo y de la misma manera. No tenía a nadie. Con las únicas personas con las que se relacionaba era con la gente del trabajo y con el camarero del bar de debajo su casa. No tenía familia, su padre había fallecido cuando él tenía tan solo diez años y su madre hacía tres. No tenía hermanos y con sus tíos nunca había tenido ninguna relación. Los amigos, los había ido dejando atrás con el paso de los años y aunque siempre había sido muy solitario, ahora se hallaba en la cumbre de su soledad. En realidad, pensaba, nunca había llegado a echar de menos a nadie.
 Cuando se hubo vestido y afeitado, bajó al bar a desayunar y a pasear a Trueno. Al cabo de tres cuartos de hora se encontraba en el autobús dirigiéndose a la oficina. El día transcurrió con normalidad. Ordenó muchos papeles, hizo muchas fotocopias y cogió muchas llamadas telefónicas. La vida rutinaria le hacía sentirse una pequeña pieza del universo. Sin él, la maquina no funcionaba y aunque estaba solo, sentía que formaba parte de algo. Cogió el bus a la misma hora de siempre y se sentó en la parte trasera. Le gustaba mirar a la gente como entraba y salía, la relación que había entre ellos y como, piezas esenciales de este mundo, se ignoraban entre ellas.  Aquel día, una chica se sentó a su lado. Llevaba una carpeta de color azul y un libro en la mano. Durante el trayecto estuvo leyendo con la cabeza agachada y sin levantarla en ningún momento. Bajó del autobús una aparada antes de la suya dejando en el asiento el dulce perfume que llevaba. Algo dentro de Luis se removió. Cuando se levantó de su asiento para salir del autobús, un objeto chocó contra sus pies, era la carpeta azul. La cogió rápidamente y se dirigió a su casa. Una vez sentado en la pequeña mesita de la cocina la abrió. Dentro había unos cuantos folios con dibujos hechos a lápiz. En todos, había figuras solitarias en medio de una multitud de gente. Un frío se extendió por todo su cuerpo. Esas figuras le recordaban a él. Guardó los dibujos en la carpeta y buscó alguna referencia, nombre o dirección, sobre la propietaria. No encontró nada. Depositó la carpeta encima de una estantería y sacó a pasear a Trueno. Por primera vez en muchos años, echo de menos a alguna otra compañía a parte de la canina y después de muchos meses pensó en su madre.  Le vino a la memoria una tarde de invierno, su madre y él en la cocina, cuando esta le dijo:
 -  Luis, ¿no te gusta ninguna chica?
 -  No, mamá. – había contestado, sin levantar la cabeza.
 -  ¿Ni un chico? – inquirió ella.
 - No soy gay, mamá. – respondió con brusquedad.
Hijo, tienes veinticinco años ¿no crees que tendría que buscar alguna novia?
Mamá, esto no se busca. Llega y punto.
Pero hijo, nunca has tenido ninguna relación… Sé que la gente en general no te gusta, pero podrías salir algún día con tus amigos y relacionarte con chicas.
Sabes que a mí este rollo no me gusta, además, hay demasiada gente en lugares demasiado pequeños.
Solo tengo miedo de que te quedes solo… Ahora te gusta, pero a lo mejor, dentro de unos años quieres a alguien y ya no lo encuentras.
-Si te quedas más tranquila, ya saldré algún día.
Ese día nunca llegó y cada vez se adentró más a su soledad.

Los ladridos de Trueno le quitaron de su ensimismamiento. Estaban en un parque y este quería que le lanzara un palo. Recogió uno del suelo y lo lanzó lo más lejos que pudo. Cuando le lanzó el palo per tercera vez el perro ya no lo fue a buscar. Se puso a gemir entre sus piernas y a lamerle las manos y los pantalones. Luis sonrió. Lo conocía tan bien a ese perro... Notaba cuando estaba contento y alegre pero también cuando se sentía triste y cansado. Cuando gemía era que lloraba sus penas con él y en su idioma le decía:
Amigo mío, no llores, yo siempre estaré contigo. Siempre tendrás a tu fiel compañero que nunca te abandonará.
Entonces, Luis lo abrazaba con todas sus fuerzas y el perro se quedaba quieto, lamiéndole las orejas y gimiendo, hasta que él se calmaba. Ese día una lágrima solitaria, como él, le cayó por la mejilla izquierda.

Aquella noche Luis casi no durmió. No podía dejar de pensar en los dibujos de aquella chica desconocida, de la cual no había visto ni su rostro. Y también pensó en su madre y la echó de menos.
Al día siguiente, quería encontrar la propietaria de esos dibujos y devolvérselos. No sabía si ella los echaría de menos o si los había dibujado ella, pero la quería encontrar y dárselos, y ver finalmente vez su rostro. Empezó el día como siempre. Se duchó, se afeitó, se vistió, bajó al bar a desayunar y sacó a pasear a Trueno. Por primera vez, el trabajo le parecía demasiado monótono y aburrido, y se cuestionó cómo no lo había aborrecido antes. En el autobús de vuelta a casa se sentó en el mismo sitio y esperó impaciente ver entrar a la chica desconocida. No la vio. Estuvo semanas esperando verla entrar en el autobús y al final dejó de esperar. La carpeta seguía donde la había dejado y no la volvió a tocar hasta que un día, esperando el autobús para ir a trabajar vio el cartel colgado en una farola.  El cartel decía que se buscaba una carpeta azul con unos dibujos dentro y se pedía por favor que se devolviera, ya que tenía un valor sentimental muy grande. Daba una recompensa de cincuenta euros. Luis miró el cartel y se apuntó en un papelito el número de teléfono. Cuando llegó a la oficina llamó. Nunca antes se había sentido tan nervioso.
¿Si? – dijo una voz aguda.
Hola, - contestó Luis casi tartamudeando. – llamo porque creo que tengo tu carpeta con dibujos.
-¿En serio? – pregunto la voz ilusionada. – Muchas gracias por llamar. Ahora no puedo hablar, ¿te parece bien quedar en un bar y me la das?
Claro, dime dónde y te la llevo.
Quedaron al día siguiente en un bar cerca de casa de Luis. Este, estaba muy emocionado y casi sentía como si tuviera una cita.  Ese día no se concentró en ninguna tarea y cuando llegó a casa lucía una gran sonrisa en los labios. Intuía que alguna cosa iba a cambiar. Trueno lo saludó con los ladridos más altos que supo hacer y ese día había una felicidad en su vida inexplicable, pero presente.

Musu




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