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dimecres, 17 d’abril del 2013

La biblioteca de Lorenzo Castillo.


Cora abrió la pesada puerta de la biblioteca que el viejo señor Lorenzo Castillo había dejado, como todas sus pertenencias, sin heredero legítimo. Después de su muerte, nadie había vuelto a entrar en esa casa, por eso no era de extrañar el lamentable desorden y la abundante suciedad de que gozaba la finca. Todas y cada una de las habitaciones en las que Cora había entrado esa tarde estaban llenas de polvo, suciedad, y algún que otro insecto. Algunas salas tenían las ventanas rotas, y los cristales se hallaban esparcidos por el suelo, y hasta se podían encontrar hojas de los sauces que reposaban en el jardín, y que sin duda el viento había llevado hasta el interior de la casa.
Pero la biblioteca era la habitación más desordenada y triste del lugar.
Los altos ventanales, que antaño habían sido el orgullo de esa sala, habían perdido su esplendor. No estaban rotos, y conservaban todos sus cristales, pero ya no dejaban pasar la luz pura del sol que durante tantos días de invierno había iluminado esos libros ahora olvidados. La luz que ahora caía sobre la sala era más oscura y triste, como una penumbra tenuemente iluminada.
Las largas y delicadas cortinas, color blanco y oro, que habían embellecido el lugar, ahora aparecían como largos trechos de tela descolorida, colgada de cualquier forma.
No, las inclemencias del tiempo no habían afectado la habitación en absoluto. Ese lugar había oscurecido solo.
En el suelo, tirados y esparcidos por todas partes, se hallaban las páginas que Lorenzo había arrancado, una a una, de todos los libros que habitaban esa sala.
Ningún libro conservaba su página número dieciséis. Todas estaban allí, a sus pies. Allí dónde habían permanecido durante tantos años en los que nadie había entrado en esa sala.
Pues Lorenzo había despojado todos y cada uno de sus libros de esas páginas, marcando su dolor con cada corte, y dejando atrás su cordura y sensatez. Lo último que hizo de forma consciente y razonada fue cerrar la puerta al salir, para que sus penas y sus llantos quedaran presos en la biblioteca, y así, aunque su alma no estuviera sujeta a su cuerpo, no abandonaría nunca la casa ni los motivos que le habían llevado al suicidio.

Cora se acercó a los ventanales, e intentando no manchar demasiado sus finos y blancos dedos, los abrió.
Una ráfaga de aire entró en la habitación, e hizo volar las hojas de papel olvidadas en el suelo. Una tormenta literaria se adueñó de la habitación, obligando a Cora a echarse a un lado.
Las hojas formaron un remolino desordenado que se paseaba por el centro de la habitación, como si el fantasma de Lorenzo Castillo hubiera despertado tras un largo sueño.
La mayor parte de las hojas salieron volando por la ventana, y se esparcieron al aire libre, siguiendo cada una su camino, como si alguien finalmente las hubiera liberado.



xels



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1 comentari:

  1. Muy interesante, pero me he quedado con ganas de saber más sobre Lorenzo, y también decirte que me ha decepcionado un poco la descripción de la biblioteca, pues la esperaba más profunda. Aún así, está muy bien :)

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